KRYMOV. Apunte biográfico novelado del pintor Nikolay Petrovich Krymov (Moscú, 1884-1958)

Cuando florece el Tilo (1947) - 47x70 cms - Óleo sobre lienzo «Tretyakov»

Los días muy, muy soleados del verano, junto a las riberas del Oká, en las afueras de la ciudad de Tarusa, un extraño hombre acechaba desde la orilla justo a esa hora de las sombras verticales en la que el implacable sol dictaba orden de exilio y ahuyentaba a todo ser. El tipo, doblado bajo el peso del equipaje que se apilaba aparatoso sobre su espalda, caminaba fatigado. Marchaba unas veces por la senda bajo el duro sol, otras por la fronda con la maleza por la cintura y en ocasiones metiéndose casi en el río, gastándose, sin que pareciera importarle que esa manera de deambular, no correspondía al buen y económico andar que habría de llevar alguien que viajase de un punto a otro. De tramo en tramo y sin motivo aparente, se paraba irguiéndose, girando la cabeza a un lado y a otro oteando, como si buscase por entre la espesura cosas preciosas y deseables que a nuestra inocente vista de común humano se ocultasen. Esta extraña actitud, tan insólita y ajena a los quehaceres cotidianos de los lugareños, hacía desconfiar a todos. ¿Qué hace por aquí, que busca? Husmear y robar; era sin lugar a dudas un ladrón de casas.

¡Oh si !, robaba casas rápida y silenciosamente; se lo llevaba absolutamente todo sin miramientos, como un vendaval. Sin embargo, del mismo modo que adoptaba esa conducta tan vulgar de desvalijador exagerado y rapaz, era un melindroso coleccionista y no le servía llevarse todo de una casa corriente y vulgar. A su juicio, para que merecieran el esfuerzo, el trabajo de varias horas e incluso a veces días, "sus" casas debían aparecerse ante los ojos como si hubiesen sido plantadas a un tiempo junto con los árboles que las cercaban. Tenían que hundir sus cimientos en, por ejemplo, el agua que corría a sus pies, y al fin, habrían de ser encontradas, es decir, manifestarse vivas hasta conmover. Cuando  las hallaba, cuando creía que su botín de árboles, casa y río estaba ante sus ojos, Nikolai Petrovich (que así se llamaba nuestro ladrón), se plantaba, sacaba los extraños trebejos que cargaba y comenzaba a robar una a una las cosas.

Para hacerlo, primero las miraba inmóvil, abriendo y cerrando los ojos, modelando sin querer, grotescos gestos de miope con los que creía descubrir la verdad de las siluetas. Mientras esto  hacía, iba anotando mentalmente sus cualidades: el color, su tono, la textura y los agregaba instintivamente a un concepto previamente imaginado. Luego, sabiendo lo frágil y huidizo que es el recuerdo, revolvía rápido en su macuto sacando de el, paleta pintura pinceles y un lienzo. Con las brochas embadurnadas en las pinturas que había vertido sobre la paleta disponía, sin perder de vista la casa, los colores cuidadosa y certeramente en el lienzo. Colocaba de esta forma la masa de un castaño que imperceptiblemente se confundía con otro, de no ser porque entre el espacio que les separaba exhalaban en azul ultramar el aliento que les robaba el calor. De aquellos árboles, estampaba el contorno reflejándose en el río, pero cuidándose de diluir en la corriente el brío y la dureza de sus masas. Luego el prado, que aunque quería ser del verde que nuestra memoria esperaba, se fundía abrasado en un imprevisto amarillo indio; el almiar y... las sombras, ¡las sombras claro! Éstas, prohijadas tan espléndidamente por Rembrandt, no querían ser vulgares manchas oscuras y desataban en sus entrañas, un agudo batallar entre rojas lacas, tierras Marte y gordos y aceitosos verdes.

Así pasaba las horas Nikolai Petrovich Krymov, llenando ese saco de ladrón que en el oficio de pintar es el lienzo, cometiendo un robo tan impecable y elegante, que nadie del lugar podía echar nada en falta, hasta que al fin, cansado o empujado por la penumbra, recogía satisfecho y emprendía el camino a su casa. Pero hoy, durante el viaje de vuelta, aunque caminaba feliz y entretenido pensando en el trofeo cobrado durante la jornada, algo le hizo afligirse de repente. Mirando al sol poniente que se empeñaba en sostenerse ante sus ojos, éste le recordó que en ese pequeño drama cotidiano con el que se apagaba tras el horizonte, se encerraba otro mayor, aquel en el que el verano también se consumía escabulléndose a otras latitudes. Se esfumaban con él sus largos días de pintar a "plein air", con ese espíritu épico y pastoral que creía que le rejuvenecían a través del sudor y el  contacto con la naturaleza, se terminaban e iba llegando tarde a tarde la hora más lánguida del taller, la de las aulas y los relojes mecánicos, aquella que como consuelo, le dejaba si acaso encarar algún tema urbano en tardes perdidas. Se acababan no porque creyese que el otoño, por ejemplo, fuese inútil para pintar en el campo, ¡al contrario!, sino porque con el fin de la estación, debía abandonar el pueblo y volver a la ciudad  para ocuparse de ese aspecto de su profesión que consideraba más rutinario y menos amable, la enseñanza.

¡Que fastidio! ¿Cuando sucedió? No  acertaba a recordarlo bien. ¿Porque tuvo que quitarse tiempo del pintar para enseñar? !Con todo lo que había aún que...! De pronto recordó. Si, recordó.

Día de verano (1915) - 125x178 cms - Óleo sobre lienzo «Astrakhán»

Todo comenzó en aquel turbulento verano del 20. Aunque el país estaba inmerso todavía en una cruel y extenuante Guerra Civil, con el "Barón sangriento" asolando Mongolia perseguido por los Rojos y con los basmachi, acogotados por Frunze, disgregándose por la montaña, la vida cultural y artística del país no podía hacer otra cosa que continuar. Por supuesto, esto regía también para los pintores. No había excusa, claro está para quien no fuera abiertamente un contrarrevolucionario, para no contribuir con el renacimiento cultural de ese país que sacando el arte de los palacios y academias se lo había entregado al pueblo. Si hasta ese momento la creación artística de carácter profesional era casi exclusivamente aquella que designaban los poderosos, la que les complacía y afirmaba en el poder, por la que pagaban, la que atesoraban en sus casas o bien, esa que en un acto de pura vanidad exhibían "didácticamente" en sus museos, la que precisaba la nueva clase en el poder, por resultar su antagonista, debía demostrar cualidades completamente diferentes. Había no sólo de ser inédita y vanguardista, sino que por opuesta, ser encontrada en otro lado, en aquellos lugares donde los parias se expresaban naturalmente, y por último, y esto resultaba lo más importante; tenía que resultarle de utilidad en su combate para desbaratar a sus antiguos amos. Para ello, para encontrar los motivos verdaderos que correspondían a estos criterios, grupos de pintores se apoyaron en las tradiciones del trabajo del natural propagadas ya en el siglo pasado por Los Itinerantes, y se hicieron al "mundo".

Andaban así pues infantilmente ambulantes, relegando ahora casi con inquina a función de almacén los viejos Talleres; en los caminos, como buhoneros salidos de un relato gorkiano, buscando la verdad a través del mundo que se desplegaba a sus pies y apurando febrilmente el verano en largas sesiones de trabajo. Todo este despliegue fogoso de figuras desperdigadas por cualquier paraje, continuaba hasta que agosto llegaba a tocar con las puntas de los dedos a septiembre. En ese momento, como si en el fin de un ciclo agrícola se encontrasen,  los dibujantes, consideraban que a ellos, como a los campesinos, les había llegado también el tiempo de recoger y exponer "la cosecha" de esos meses. Por eso, y mientras que al principio de la temporada se les podía ver hoscos, dispersos y afanosos, limitando su relación a un sobrio saludo mientras marchaban aprisa por las carreteras (no fuera que aquel le arrebatase una mejor puesto en la jornada), al terminar agosto, sentían de pronto una apremiante y visceral necesidad de compañía que sólo parecía aplacarse juntando una singular feria en la que exponían sus trabajos para confrontar y criticar, pero sobre todo, para dedicarse halagos mutuos. Una de aquellas tardes, absorbido como se encontraba por la viva efervescencia de una conversación entre compañeros, se le ocurrió mencionar que aquellas dudas que desde siempre le habían generado las equivalencias entre tono y color en los diferentes momentos de la exposición de los objetos a la luz, podrían haber sido resueltas metodológicamente. A partir de ahí comenzó todo. Notó como se hacía el silencio alrededor mientras las miradas se clavaban en él; se había condenado. Sus colegas, el mundo académico que  apresuradamente se desprendía de lo viejo mientras seguía patas arriba después del poderoso viento de la Revolución, buscaban pedagogos. Esta búsqueda se hacía, como en todas las nuevas categorías educativas instauradas, entre cualificados y activos militantes de la causa o a través de sencillos y honrados amantes del oficio. Al parecer, él se contaba entre los amantes honestos, por eso solemnemente se dirigió así al ciudadano Krymov el nuevo estado: "Antón Petrovich, manejar una tan valiosa verdad y esconderla a los nuevos artistas sería un crimen imperdonable, hágase enseñante".  Así se convirtió inevitablemente en "maestro de maestros" .con la divisa del equilibrio tonal como bandera. Con sus combates contra el fraude del"blanco puro". Compartiendo durante las clases sus razonamientos sobre lo azaroso del viaje entre un Poussin "constructor" de paisajes y un Levitán que tenía el poder de llevar tan al borde sus composiciones, y finalmente complicandose con reglas y fórmulas que le revelasen si el paisaje en la Nueva Cultura sería tan sólo un laboratorio de colores, forma y luces, como lo interpretaron los rebeldes impresionistas, si un telón para el Gran Género que eran ahora las hazañas de los sencillos o si podía ser género en sí, haciéndose valer en un mundo en el que ese sujeto de la obra artística, que era el hombre y la mujer nueva, ni temía ni profanaba lo que le circundaba, sino que vivía armoniosamente "con", "de" y en "el".

Cuando más embebido se encontraba en sus tribulaciones: las lamentaciones por el comienzo del curso académico, y el tratar de encontrar en el tiempo que le quedaba al verano resquicios para terminar un par de piezas más, se dio de bruces con su casa. ¡Vaya! Pensó, se me ha hecho corto. Ascendió pesadamente los cuatro escalones que le daban acceso al  pequeño porche, dejó allí sus botas y entró en la casa anunciándose como de costumbre. Nadie respondió, así que asomó por la puerta de la cocina encontrando lo que esperaba, faltaban los capazos de las setas "-Bueno, a la hora que es-", miró su reloj, "-Estará al caer, llevaré esto al estudio, me haré té y comeré un bocado de cualquier cosa-", aunque ese "cualquier cosa" en su imaginación fuese tenazmente un trozo de gallina ahumada.

En el molino (1927) - 61x78 cms - Óleo sobre lienzo «Tretyakov»

Llevó el lienzo, con precaución de no manchar con él algún mueble, hasta la habitación que le servía de estudio y cuando lo fue a dejar sobre el caballete, reparó en que una carta reposaba justo donde debía dejar el cuadro. La cogió, era de la Escuela, la abrió y durante unos segundos cualquier acción se limitó al movimiento de sus ojos mientras leía. Terminó, dobló cuidadosamente la carta, la metió en el bolsillo de sus grandes pantalones y mientras miraba perdidamente a través de la ventana, repitió en voz alta lo leído: " ...se retrasa la apertura del curso por una semana". Una semana más de pintar en el pueblo! Naturalmente se alegró pero no de un modo total y absolutamente despreocupado. A la vez, un tonto sentimiento de culpa ronroneaba en su cabeza; la Escuela, había sido mezquino con ellos, les abandonaba. Para aliviarlo, para acallar esa inoportuna y desazonante sensación y poder regodearse a gusto en planear que hacer durante esta semana nueva, pensó en enumerar todo aquello que le satisfacía de la enseñanza como si fuera un conjuro. Comenzó así por recordar que le gustaba por ejemplo, creer que a partir de sus lecciones sus alumnos no iban a repetir todos los errores que él había cometido. Recreó también gratamente las charlas con los colegas mientras se calentaba un té en los intermedios. Pensó con placer en la futura sorpresa y el ansia de los escolares durante las prácticas en el campo, imaginó también cuánto saber aprendería ese curso en la lucha dialéctica "contra" sus alumnos y a través de esa última representación, de esa imagen, llegó a María Ivánovna. Jamás reconocería que un hombre recto como aquel que todos querían ver en él, tuviera predilecciones, pero Masha merecía atención, daría que hablar, que poco se equivocaba al entonar, poseía un diapasón interno y era una magnífica "encontradora" de ritmos... ¡El año que viene vendrá a Tarusa!

Y en esa trigésima vuelta de sus razonamientos sobre las virtudes que tenía aquello de enseñar, éstos, caprichosos y vagos, se precipitaron súbitamente en un recuerdo bastante más lejano, el de su propia juventud. Se vio pués, a si mismo en sus años de escuela esperando furtivo a que sus compañeros ricos saliesen del aula al finalizar las clases, para poder raspar los restos de pintura de sus paletas y caballetes, repintado una y otra vez piezas que hubiera debido conservar, para no comprar más lienzos, renunciando a toda lección magistral por no poderlas pagar o cambiando sus obras por pinceles y útiles al galerista de la esquina. Tal era la permanente penuria de antes, así era la vida. "-¡Pero no!", entonó en voz alta para obligarse a salir de su melancólico ensimismamiento, "su" María Ivánovna no tendrá que ir recogiendo de los desperdicios. Se alzará como una artista única pero igual entre otros. El nuevo mundo le dará cuanta pintura lienzos y medios necesite, luego, ella le devolverá a este su obra magnífica y ante esa imágen de la artista de nuevo tipo, libre y necesaria, se sintió completamente reconfortado: ese era el pensamiento purificador que buscaba para expiar sus pequeño burguesas preocupaciones. Entusiasmado por haberse perdonado, cerró con tal ímpetu la puerta de la despensa que el portazo hizo caer algo en el interior que resonaba golpeándose en la bajada: "-¡Ajá, ja já...!", tronó triunfante, "-¡Ahí está la gallina!".
  Serafín Baldeón.

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